Tienes mucho calor. Es julio. Es Barcelona. Contemplas el escenario variopinto que se te ofrece desde el Zurich. Tu amiga te avisa de que llega un pelín tarde, que lo siente. Sabes que sus pelines suelen ser medias horas. No te importa. Hoy es sábado y no trabajas. Hace demasiado calor como para esperar bajo el sol. Decides dar un paseo entre el aire acondicionado de las tiendas de alrededor.

Cuando entras en la tercera tienda, está terminando la misma canción que ya has escuchado en las demás. «Será la canción del verano» —deduces. Con la edad, hay ciertas modas que se convierten en algo completamente secundario. Ahora ha empezado a sonar un tema antiguo.

Habías jurado no volver a pensar en eso. Te asalta, de golpe, sin venir a cuento, aquel recuerdo. Llevabas años sin revivirlo. Te estremeces. Las perchas y estantes se nublan un poco. Caminas con la cabeza distraída. Musitas un perdón automático al chocarte con alguien que tampoco miraba hacia adelante.

Algunas canciones, como los olores, consiguen trasladarte hasta allí. Más que imágenes, resucitan sensaciones. Miente quien dice que no existe la máquina del tiempo. Estás allí. Vuelve a doler, como entonces.

En ocasiones desearías poderlo borrar. Ir hacia atrás, seleccionar archivo, suprimir. Otras, te autoconvences de que ahora eres quien eres por aquello que ocurrió. Y te gustas así y sonríes. «Todo pasa por algo» —repites. Pero sigue escociendo. El tiempo acrisola los recuerdos; es cierto. Como lo es que hay heridas que nunca terminan de cicatrizar.