Mar, paz

No, no echo de menos la playa. Mis veranos nunca han olido a salitre.

Fueron excursiones a la cima. Al río. A la granja. Al castillo.

Olor a tierra húmeda. El fresquito por la mañana. Sentir el sol abrasador tumbada en la hierba. El agua helada de la piscina. El agua congelada del río. Las moras, las ortigas, el barro que el abuelo nos ponía cuando nos picaba alguna. Las flores blancas que siempre tenían bichos. Y las amapolas. Sobre todo, las amapolas. Precioso su rojo. Frágiles sus pétalos. Silvestres, independientes, intocables.

Tardes bajo la sombra del sauce llorón. Jugar a restaurantes con hojas, tomatitos del espino y algunas piedras. Aprender a andar en bicicleta. Los interminables cuadernillos Santillana. Regalar emocionada un ramo de flores recogidas del campo. Las tostadas con mantequilla y azúcar de la abuela. Los churros algún domingo. Las pipas de calabaza viendo una película cuando había tormenta. Recoger caracoles a la mañana siguiente. Jugar a polis y cacos por la noche. Las partidas al dominó. La iglesia pequeña, siempre llena en la única misa de los domingos. Las bambas Victoria. El hambre voraz después de una mañana de piscina. Las patatas fritas con ketchup que —muy de vez en cuando— compraban a media mañana. Dos cajas para compartir entre diez. Pero sabían a gloria. Los polos de naranja o limón. A veces, un Calipo de lima. La tienda de chuches. El bar con su futbolín y su pantalla para los partidos de fútbol. La señora Lourdes. Sus gatos, sus gallinas, sus conejitos. Tan rudo su carácter como grande su corazón.

Bocadillos de Nocilla. Jugar al UNO. Aliarte con algún hermano para ganar la partida. Las coreografías de Yo sigo aquí, Asereje y Que la detengan. Experimentos con champú, pasta de dientes y polvos de talco. Tardes de lectura o de conversaciones interminables, acompasadas de pipas Tijuana. Pasar más tiempo tomando el sol que jugando al tiburón en la piscina pequeña. Enviar postales. Ir solas a buscar el pan y comprarnos chuches a cambio. Regatear la hora de vuelta a casa. Los conciertos en los pueblos vecinos. Contemplar la desaparición de esa granja, la construcción del Caprabo y la inevitable expansión inmobiliaria. Coches, coches por todas partes. Y, sin embargo, seguía intocable la magia de un paseo al río, al castillo; de una excursión a un lago o a una montaña. La inefable sensación al respirar tal paisaje. El sol quemando la piel durante el día, la sudadera por las noches.

No es que no me guste el mar. ¿A quién podría no gustarle? Me fascina su inmensidad, el movimiento de las olas, el reflejo de la luz. Contemplo su belleza, pero no la siento. Al contrario de lo que le ocurre a mucha gente que tengo cerca, el mar no me despierta nostalgia ni paz. No logra removerme como me remueve una montaña, un bosque o un campo de amapolas.

 

Quizá por eso me guste tanto la lluvia. Porque hace que el ambiente huela a hierba mojada.

2 comentarios en “Mar, paz

  1. Pedro Jiménez Prieto dice:

    Lo cortés no quita lo valiente, ni el mar la montaña, sobre todo el mar en temporada baja o en horario valle, incluso la playa más popular tiene algo de cumbre solitaria: en invierno, en un día lluvioso de otoño y aun en verano, al amanecer, por ejemplo.

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