De la frenética Londres, poco tienen la mayoría de ciudades inglesas. El término town está entre ciudad y pueblo. Ciudad pequeña, ciudad de provincias, quizá. Pueblo grande. No sé cuál es la traducción más adecuada, la más precisa. Todas tienen un diseño muy similar. El tren llega a una carretera periférica que da una imagen un tanto desanimante. Hay en la misma estación uno de esos mapas que se encuentran en cada esquina de Reino Unido y que son más sencillos de seguir que Google Maps; tienen una chincheta para señalar dónde estás y cuánto puedes recorrer en diez y quince minutos a pie.
Enseguida alcanzas la calle mayor —la high street—, con frecuencia decorada con banderolas que te regalan una postal entrañable. Sería el lugar apropiado para encontrar tiendecitas locales; lo cierto es que con suerte das con un par de ellas. Las grandes cadenas han ganado completamente el terreno. Por una parte, quita personalidad a los pueblecitos. Por otra, te hace sentir siempre en casa. No faltan un Costa ni un Café Nero, Gap, Fat-face y M&S, una sucursal de HSBC y otra del Santander. Por supuesto, hay una pizzería, un Mc Donnals y The Ivy. ¡Ah! Y las charity shops: Cancer Research, Oxfam o Scoop son las más recurrentes. Un Boots, nunca falta esta farmacia-perfumería en las calles mayores de cualquier town inglesa. Tampoco una de las librerías de Waterstones —son tiendas bastante grandes, de varios pisos normalmente, muchas con cafetería incluida. Sin embargo, la extensión no les quita encanto y mantienen todas un agradable clima que invita a pasearse con calma entre mesas y estantes llenos de libros cuidadosamente ordenados. Los libreros tienen una buena reputación bien ganada. Atienden con profesionalidad y sin prisas, de la misma forma con la que te atiende el dueño de una pequeña librería de barrio que vibra con la llegada de cada libro, de cada cliente, como si le moviera más la ilusión por las letras que engordar la cuenta corriente.
Muchas tienen catedral. Catedrales ahora repletas de móviles aquí y allá que, intentando apresar la belleza, despojan el lugar del misticismo que tendría antaño. Queda, sin embargo, capturado entre bóvedas, arcos y vidrieras, algo de misterio. No importa qué tan pequeño sea el pueblo: siempre encuentras la iglesia anglicana, la ortodoxa, la metodista, la católica, la bautista, la evangélica y, a menudo, hasta la de la unión cristiana. Viniendo de un país como España donde, aunque alguna habrá, nunca he visto iglesia que no fuera católica, ese cóctel de convivencia de cultos en tan poco espacio no me deja de resultar curioso.
Y, por supuesto, los pubs. Tal vez llegue a acostumbrarme, pero todavía me sigo maravillando con el ambiente que se respira en esos lugares. «La luz dulce, mate, vaga, dócil, flotante», que contaba Pla. Las paredes de madera, el nombre escrito en tipografía antigua, las largas filas de surtidores de tantos tipos de cerveza, la música tenue o inexistente de fondo, el grupo que ya lleva un rato bebiendo y sus carcajadas son cada vez más sonoras…
Como decía, las grandes cadenas han ganado cualquier batalla inmobiliaria que quedara pendiente. En Londres encuentras las mismas, pero todo está desperdigado en muchas calles, repetido en cada barrio, invadido por las prisas genuinas de una capital. En las towns parece que además se concentran en unos metros para dar paso a un entramado de calles estrechas, salpicadas con alguna casa histórica, algún hotel poco pretencioso, algún local demasiado lujoso al que asisten religiosamente los vecinos más arraigados a la patria, a lo inglés, a la tradición. También en estas ciudades pequeñas se aprecia mejor el sano apego a la jardinería que tienen en este país.
La profunda Inglaterra, la de los cinco que bebían cerveza de jengibre, la de las novelas de Jane Austen, Hardy o las hermanas Brontë, se sigue encontrando en esos pueblos grandes rodeados de extensos campos que te hacen viajar en el tiempo a pesar de tener su Costa, su Boots y su banco Santander.