Postal desde Winchester

Llegamos después de dos horas muy agradables de viaje. Como de costumbre, la estación de tren está a las afueras del pueblo: la imagen que contemplas al llegar no es, pues, idílica. Hay que caminar un poco para dejar la carretera periférica atrás. No hemos desayunado, así que lo primero es encontrar un bar. Sorprende la cantidad de emprendedores que vieron su nicho en las cafeterías cuquis. Entramos en una que tiene unas letras blancas pintadas en el cristal de la puerta: love, truth, beauty, freedom. No muy segura de qué tipo de fe profesarán esas camareras de Europa del este con el pelo teñido de rojo, contemplo el local que cumple todos los requisitos de esta nueva fiebre: sofás de diferentes estilos, mesas de madera redondas, una estantería con libros seleccionados sin ningún criterio, algunos cuadros con mensajes motivacionales, plantas y, por supuesto, velitas. Para mi sorpresa, que sigo escéptica ante esta invasión y me mantengo fiel a la cafetera italiana, nos sirven café de filtro. P. conversa con la dueña sobre orígenes cafeteros y proveedores y cuenta algo de su último viaje a Colombia. De mientras, me fijo en el pequeño teatro que hay al otro lado de la calle y en las marquesinas que anuncian algunas obras. Una de ellas es la adaptación del cuento The Tiger Who Came to Tea, que forma parte del extenso grupo de cuentos infantiles ingleses que están en todos los hogares y que conocen los niños de hoy como los conocían sus padres y la mayoría también sus abuelos. Escojo el cinamon roll que siempre pido cuando hay ocasión (si bien parece simple, una vez preparé en casa y la elaboración es más tediosa que, qué sé yo, aprender cantonés, aunque tampoco soy yo muy cocinitas) y una tarta de manzana que tenía mejor pinta de lo que ha resultado ser. No nos entretenemos mucho y toca abrir el paraguas al salir, pero no creo que haya compensado cargarlo porque la lluvia ha durado cinco minutos y no ha vuelto a asomar durante el resto del día.

Enseguida vemos la iglesia católica del lugar; nunca está en el centro. El edificio neogótico construido a principios del siglo pasado es bonito sin llamar mucho la atención. Es enternecedor lo cuidado que está todo. En una de las capillas laterales, hay una talla de madera de la Virgen del siglo XV encontrada por el arquitecto en una tienda de antigüedades de Canterbury, según dice el correspondiente cartel.

En la calle mayor, el mercadillo de los sábados reúne con naturalidad las paraditas de productos ecológicos con las de los artistas que exponen cuadros muy coloridos y las más sencillas, que venden ropa o fruta y verdura. Me entretengo en el puesto de miel: me cautiva el olor tímido que se desprende de los botecitos de cristal, el juego de amarillos y ámbares, las etiquetas con diseños de colmenas y abejas —a mí, que no pueden interesarme menos las ciencias naturales, la perfección de la abeja me resulta hechizadora. Como hubiera comprado todo, termino por no comprar nada.

La catedral de Winchester no tiene aguja y eso hace que destaque menos por fuera. Es una obra espectacular. Me encoge un poco la falta de recogimiento. Me sobra el grupo de música que ensaya con baterías y guitarras el concierto de la tarde. No me gusta que haya guías con grupos grandes. Tampoco que hayan optado por un estilo tan moderno y frío al habilitar algunas capillas. Y, sin embargo, me siento deslumbrada por la grandeza del lugar. La mezcla de románico y gótico, el engranaje de arcos diferentes, los retablos, el suelo de azulejos con diseños geométricos. Mientras paseo, me pregunto si se volverá a construir de nuevo algo similar. Sospecho que ni siquiera existe la intención y que, de haberla, no encontrarían ni la paciencia ni la técnica.

Detrás de la catedral y enfrente de uno de los insulsos Travelodge, hay un Mercure. De camino al restaurante, pasamos por delante de ese hotel deprimente: había sido eco de modernidad en los años sesenta. Nos colamos a ver la entrada. Esos tonos grises y naranjas sin humanidad me producen desasosiego y tengo prisa por marcharme, a pesar de que P. se esmere en hacerme admirar no sé qué aspectos sociológicos del brutalismo. Por ese aro no voy a pasar. La arquitectura será belleza o no será.

La reserva era temprano. El sitio tiene mucho encanto. Pequeño, paredes de piedra y vigas antiguas, el techo es bastante bajo. Está decorado con mapas y dibujos de anatomía. La estancia donde nos sientan tiene una chimenea de ladrillo visto y cinco mesas de madera rústica. Quién sabe si los seis tipos que están sentados en diagonal a nosotros se han puesto todos camisa azul a propósito o ha sido pura casualidad. Rondarán los cincuenta y pico, parecen antiguos compañeros de colegio. Las otras tres mesas podrían servir, supongo, para escribir un tratado de amor matrimonial si nos detuviéramos a estudiarlas con detalle. Menos mal que no nos da por ahondar y no vamos más allá de la mera observación: una pareja joven recién casada que se ríe mucho y se hace carantoñas durante toda la comida. Otra, de mediana edad, que no parece en su mejor humor. Oímos algún reproche y mucho silencio; quizá hayan tenido una discusión esa mañana iniciada por una tontería —a saber: siempre recojo yo el lavaplatos, has vuelto a dejar tirada la ropa, otra vez has comprado leche de coco y sabes que la odio—, pero ya tenían la reserva hecha y quedarse en casa tampoco hubiera sido el plan ideal. Puede que el vino les ayude a relativizar y, cuando salgan, él le rodee la cintura, susurre un lo siento y vuelvan a casa contentos, reconciliados. En la última mesa está un matrimonio mayor. Hablan sin prisa, ríen de vez en cuando. Ella trata de adivinar los ingredientes del segundo plato y él la escucha con esa atención que nace más del cariño que del interés.

Después de un paseo por el riachuelo que nos ha llevado por delante de la casa donde Jane Austen pasó sus últimas semanas, nos asomamos al Great Hall. La construcción medieval es imponente y hermosa; nos decepciona que lo hayan convertido en un patio temático para turistas. Se hace tarde y va siendo hora de volver a casa.

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