Segundo apellido

El abuelo J. era de Santander y se había mudado a Barcelona para trabajar. «Nunca me casaré con una catalana» –sentenciaba. Así lo oía su secretaria y así se lo contaba a sus amigas; a una de ellas eso le pareció especialmente una bobada y quiso llamar a la oficina: le iba a decir un par de cosas. No sé exactamente qué clase de clic ocurrió durante esa conversación. No fue la última. Luego llegaron las quedadas –nunca a solas–, la boda, los hijos… y aquí estoy yo. ¡Mis abuelos se conocieron por teléfono!

Los años son tan neutros como relativos. Solía colocar a mis padres, a mis tíos, a mis abuelos, en una especie de limbo de edad incierta donde hacía tiempo que habían entrado. Al nacer mi primera sobrina, me dio por hacer cálculos. Mi tío P., el menor, cuando yo nací tenía la misma edad que yo cuando nació A. Cuando murió mi abuelo, P. tenía ¡veintinueve! años. Mi abuela enviudó, pues, a los sesenta y siete. El descubrimiento de que el yayo no había muerto en un orden natural (mayor, como mueren los abuelos) me removió. Vivíamos en Gerona cuando falleció y yo tenía seis años. Me gustaría guardar más recuerdos. Quisiera poder acordarme de la historia que envuelve las fotos en las que me coge de la mano en Torreciudad. A veces, se me pasa el rato con un álbum abierto imaginando que recuerdo su forma de ser, su voz, su fortaleza. He llegado a interiorizar historias que cuentan de él de tal manera que casi me creo que fui testigo de ellas. Cuando estoy en misa cansada y me da pereza ponerme de rodillas, por ejemplo, me viene a la mente cómo, a pocos meses de fallecer y con fuertes dolores, hacía él la genuflexión sin ceder a los reparos de sus acompañantes: «Allí está nuestro Señor y mientras pueda moverme, me arrodillo».

La realidad –tantas veces cruda, siempre incontrolable– es que no. Sólo tengo algunos flashes de él. Estamos en Alp, camino al castillo, buscamos moras.  Nos pican ortigas y yo me echo a llorar. El yayo, de la mano, me acerca al riachuelo y dice que el barro va a curarme. El agua está helada. Me convence y no sé si me calma el barro o su voz cálida. Después de comer, en Badalona, él se sienta siempre en el balancín. Lleva vaqueros: se negó a tener unos durante años, en cuanto los probó, no usaba otra cosa. Nos gusta sentarnos en su falda. Es el rey de las rascaditas. Nos peleamos si alguien está más rato que los demás. Otro día, en la entrada de su casa: «A. es la mayor y B. es la pequeña». No, no. Yo soy la mayor. No entiendo la broma –soy un año más que A., ella es la mayor de sus hermanos y yo soy la menor–, mi prima tampoco, pero le gusta que el yayo diga que ella es mayor y le da la razón. A mí me enfada. Ahora sonrío y, al mismo tiempo, cuánto me pesa que mi cabeza haya seleccionado esta y no otra escena para guardar.

Mi gusto por los polvorones es peculiar. Son demasiado harinosos, bastante dulces, enormes. Sin embargo, me encantan. Es algo puramente sentimental: al yayo le gustaban mucho. Recuerdo que los aplastaba. Ahora, cada Navidad, copio el gesto –creo que lo hacemos todos los primos– como un pequeño guiño a su memoria.

Hay una anécdota dulce relacionada con su muerte. Estaban todos en el salón, compungidos, tristes. Se ha ido. El cáncer ha sido más fuerte. De pronto, entramos apresuradas A. y yo con la agenda telefónica marrón de la iaia donde guarda, todavía hoy, los contactos en orden alfabético. «¡Iaia, iaia! Dinos dónde está el teléfono del Cielo que tenemos que hacer una llamada».

3 comentarios en “Segundo apellido

  1. ccorderose dice:

    Es precioso. Es curioso como solemos acordarnos de las pequeñas cosas. Justo por ser pequeñas atesoramos ya que de algún modo nos recuerdan particularmente a los que ya no están con nosotros. Un simple gesto, un olor característico… Has hecho que recuerde a mi bisabuela. Gracias.

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