Andrés Trapiello: una acertada primera impresión

Durante primero de carrera, L. me repitió un sinfín de veces que jamás de los jamases escogiera a Jordi Gràcia de profesor. Le hice caso, claro. Es una amiga de fiar. Fui esquivándolo curso a curso. El último año, sin embargo, en Literatura del XX, la alternativa era una señora operada que se creía Marilyn Monroe con quien era muy fácil sacar sobresaliente sin leer siquiera medio párrafo de las lecturas obligatorias. En el grupo de Jordi éramos pocos y todos lo habían tenido en cursos anteriores. Llegó a clase el primer día —igual que llegaría todos los demás— sin apuntes, con un libro de poesía y apestando a tabaco. Me fascinó. No era arrogante, pero tampoco subestimaba su opinión. Vibraba en sus exposiciones y nos contagiaba esa pasión. Por primera vez, no bastaba con aprenderse de memoria características y fechas: había que exprimir, tanto para los trabajos como para los exámenes, cada autor. Leer mucho, comparar, consultar manuales, ¡escribir! Ateo convencido, de izquierdas con orgullo, abordaba las obras por su calidad, abanderando así a quienes otros profesores ni se molestaban en nombrar por su ideología. Nos habló de Las armas y las letras como libro trascendental.

Cuando llegué al cementerio de North Sheen para el homenaje a Nogales que ya mencioné aquí antes, vi un hombre de pelo gris un poco despeinado, aires bohemios, gafas de pasta redondas, muy bien vestido, elegante. Presentaba el acto y luego supe que era Andrés Trapiello. Tenía porte de señor amable, de persona feliz. El viernes de esa semana, daba una charla en Oxford junto a… ¡Jordi Gràcia! Me hacía mucha ilusión asistir y poder saludar a mi antiguo y admirado profesor y, de paso, a ese escritor tan enigmático. Un error ajeno hizo que llegara a la hora equivocada —una tarde oscura, heladora, lluviosa, solitaria— y me lo perdiera.

Me fie de Google, maldita sea, para tiempo después comprar su célebre novela, premio Nadal. La empecé con ganas y me di de bruces con la misma arrogancia con la que escribe Cela en Mrs. Caldwell habla con su hijo, con la desgana de quien sabe que no tiene que hacer mucho esfuerzo para presentar algo decente. El manejo del lenguaje era bueno, he ahí la arrogancia; los personajes eran insulsos y la trama, poco entretenida. Es probable que mi reacción fuera exagerada, quizá injusta. Me sentía timada por la impresión que me había causado hacía unos meses, por las personas que lo alababan. Se lo conté a P. sentenciando: «¿A ti te gusta Trapiello? A mí me parece infumable». Al decirle lo que había empezado a leer, sonrió: «Hay que leer su poesía o sus diarios». Una vez más, tenía razón. Todavía no me he adentrado en los poemas y sólo acabo de terminar Una caña que piensa. Escogido al azar. O peor, escogido por el título y la portada. Sé que es un criterio absurdo, desprovisto de lógica. Me ha funcionado las veces suficientes como para seguir empleándolo. Por ejemplo, aunque me lo hubiera recomendado A., ávido lector, si la portada de La sombra del ciprés es alargada no hubiera sido tan suave, tan evocadora, si hubiera tenido una tipografía basta o demasiado osada, seguramente no lo habría empezado a leer. Y quizá, quién sabe, si hubiera sido otro libro el que me iniciara a Delibes, no me hubiera sentido tan ligada a él. Quizá no hubiera ido a Valladolid a conocer sus calles. Ni hubiera conocido a ese simpático matrimonio que tenía una nieta llamada Gala en honor a la musa de Dalí (¡Anda que no hay nombres! ¡Ni motivos para escoger!). Venía a hablar de Trapiello. Su prosa es sugerente. Lo cotidiano es personal y al mismo tiempo es colectivo. Allí está su vida y también está la mía. Quién no se ha encogido con el fracaso de un amigo o quién no ha sentido la culpa, el remordimiento, de un pequeño ataque de ira. Todos sufrimos ante el dolor de un ser querido que lidia con su padre en el hospital, o nos alegramos al hallar belleza en algo corriente. Él pone las palabras exactas, sin hacerse pesado, con el ritmo adecuado para trazar ideas y narrar acontecimientos. Además, la mano del poeta asoma a menudo en la descripción de imágenes, de ambientes. No conozco cómo es en realidad. La sensación es de un tipo con mucho sentido común, amable y algo distante, inteligente, esteta. En las páginas hay erudición sin academicismos. Crítica con humor. Anécdotas de domingos en el rastro, de comidas con amigos, de fines de semana en el campo con la familia. Habla de reuniones con editores, de horas de trabajo en, qué casualidad, Las armas y las letras, historias de conferencias, tertulias, premios. Es agradable sentirse invitado a ese espacio del oficio de escritor. Una caña que piensa forma parte del conjunto de diarios Salón de pasos perdidos. El autor explica que son «unos libros que se escriben como diarios y se publican, cinco, seis o siete años después, como novelas, tratando de buscar en la ficción lo que en su realidad les resultaba insuficiente».

Ha sido un placer acompañar a Trapiello, lo imaginaba, mientras leía, escribiendo en su casa, y descubrir —quién sabe hasta qué punto si sólo un personaje— al hombre elegante, señor amable, a la persona feliz, que había visto aquella mañana en Londres en el homenaje a Manuel Chaves Nogales.

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