Llévame al mar. Quiero sentir bajo mis pies la caricia rugosa de la arena, que las olas rompan en nuestras piernas y que la brisa salada nos impregne la piel. Llévame a una playa donde no haya nadie más que nosotros y esa soledad nos permita escuchar la suave melodía de la orilla. Contemplaremos juntos cómo se funden mar y cielo en el horizonte.
Llévame a la cima de una montaña. Que lleguemos cansados, con el jersey ya puesto y las piernas heladas, las botas embarradas y por las nubes la satisfacción que da el agotamiento físico. Enséñame los valles y las aldeas que se ven desde arriba. Cuéntame sobre los árboles, los rebecos, las flores. Filosofemos acerca de los caminos que llevan tan alto, que no son cómodos ni fáciles, y que siempre valen la pena.
Llévame al campo. Explícame tus aventuras de niño entre esas encinas. Muéstrame los rebaños, los olivos, el río. Intenta regalarme una amapola. Cojamos moras, si es agosto, y recita aquel poema de Seamus Heaney que tanto te gusta. Admiremos el ritmo pausado de la cotidianidad agreste.
Crucemos las calles de pequeñas ciudades medievales llenas de rincones pintorescos. Compartamos el asombro ante una iglesia románica, ante una catedral gótica; el encanto del puesto de quesos artesanales, de la tienda de antigüedades y de la librería de viejo. Comentemos el contraste de esas gentes con los urbanitas y cavilemos hacia donde cae la balanza: la paz y la comodidad de las distancias cortas o el aburrimiento.
Vaguemos por los barrios bonitos de las capitales. Sigamos perdiéndonos por Londres, donde cada esquina concede una postal hermosa; a veces, una clase de historia y, a menudo, una oda a la belleza o a la civilización. Sigue empeñándote en sacar fotos a viviendas brutalistas, testigos de una época dura, tan gris como el hormigón que las levanta.
Demos un paseo por cualquier parque. Volveré a señalarte los cuervos, a contarte que me fascinan. Tan negros, tan, de alguna forma, señoriales. Dará pie a remarcar mi odio por las gaviotas, gritonas y revoltosas. Y eso nos llevará a los gull eggs, que todavía no he probado —tal vez, la próxima primavera. Si no ha llovido, podremos tumbarnos en el césped. O tomar un helado sentados en un banco mientras vemos pasar niños en patinete, runners o parejas de la mano.
Vayamos a un restaurante bueno y no demasiado pretencioso. Déjame observarte cómo te sumerges en la carta de vinos hasta dar con la botella adecuada para la ocasión. No dejes de preguntarme qué me parece la elección e invítame a encontrar palabras para describirlo. Quizá un día me adelanto a descubrir que ese blanco tiene ecos de ciruela o de membrillo o de madera vieja. Quizá un día adivino yo también que aquel tinto es del norte o del sur, o de la costa italiana. Qué más dará, en fin, si sólo me quedo con que era bueno y tenía una etiqueta blanca.
O prepara en casa con música de fondo tu especialidad, con sus trucos secretos. Saca jamón —qué fácil pone sentir la patria cerca desde la lejanía— unos minutos antes de cenar. Descorcha la botella con ceremoniosidad, juzguemos el etiquetado y brindemos. Por la felicidad de ahora, por la venidera.
Hay que inyectarse insulina después, pero escribir en rosa sale bastante solo.
Espero que al lector no le haya dado diabetes.