Considerando todos los imprevistos posibles, llego con una antelación absurda al aeropuerto. Siempre me engaño con lo mismo: una vez allí podré leer o escribir tranquilamente mientras me tomo un café. En la cola para el control de seguridad, la gente está de mal humor y va con prisas. Aunque yo no tengo motivo para correr, estoy algo inquieta: alguien mencionó en una ocasión que solía apresurarse por si había algún tarado; ya dentro, las oportunidades de ataque suponemos que son menores. Me quito la cazadora, las botas, el cinturón, el reloj. Saco el portátil y los líquidos. Una empleada no para de repetir con un llamativo fastidio «electronic devices, watches, boots, belts, jackets, laptops, liquids» para que los pongamos en una bandeja. Cuando dan ganas de decirle que ya lo hemos oído, el policía pide a una mujer que se saque las botas y, al poco, un hombre tiene que retroceder porque llevaba puesto todavía el reloj. Me fijo en quienes tengo alrededor. Se suelen cumplir los patrones. La emoción de los que marchan de vacaciones, la monotonía hastiada (no por el destino, claro, sino por la repetición del trayecto) de los que vuelan para visitar a la familia, los de viaje de trabajo que van con calma, con poco equipaje. También hay otra clasificación de conducta según si van solos, en pareja, grupo de amigos o familia. Daría para largo, así que mejor lo dejamos como mero apunte, sin desarrollar.
Por fin anuncian la puerta de embarque. Compruebo varias veces el número. Hace unos años, casi pierdo el vuelo —pese a haber llegado tres horas antes— por confundirme e ir a la otra punta del aeropuerto. Ya subimos al avión: la cara de superioridad de la mayoría de los que viajan en primera resulta un poco patética. Cumpliendo con su petición, aviso a mamá que estamos a punto de salir. Miro las instrucciones de las azafatas. No descubro nada, pero se me hace una falta de respeto no prestarles atención. El despegue lo acompasa un acto de contrición.
Por todo el calor que tenga que pasar a mi llegada, estoy muriendo de frío. Y eso que venía prevenida y cogí una chaqueta de más. Tras la primera hora, me quito la cazadora para cubrirme las piernas. Estoy entre dos niñas de veintipocos años. Cómo ser mujer de Caitlin Moran es el libro que empieza la de la izquierda. Se ve nuevo. Al poco, se queda dormida. La otra chica lleva una maquinita, creo que es una PSP, no estoy segura: el tema de los videojuegos no me interesa absolutamente nada. No dura demasiado tampoco. Se pone unos auriculares rosa fosforito enormes. Lo agradezco, porque los que son pequeños dejan escapar el ruido y vive Dios lo que me crispa tener que oír música ajena. Quizá no me vendría mal el contratiempo para ejercitar la paciencia. Al cabo, no es más que un sonido. Pero ya se sabe: cuanto más se esfuerza uno por sentir indiferencia, más nervioso se pone. El frío no me ha permitido dormir del todo y, sin embargo, el runrún me mecía hasta cerrarme los ojos sin dejarme leer.
Estamos a punto de aterrizar. Miro por la ventana: ¡ah! la poesía de las nubes, el mar inmenso e imponente, esa placentera sensación del descenso. La paz de la llegada se trunca pronto: todavía queda el engorroso proceso de coger las maletas y salir del avión, caminar cuatrocientos kilómetros hasta el control de pasaportes, hacer otra interminable cola, caminar más hasta por fin cruzar la última puerta donde los choferes esperan con cartelitos y expresión impasible; los enamorados y familiares, con mirada expectante. G. me espera con el coche fuera. Intento encontrar la salida, que debería estar bien indicada. No es así. Toda la señalización trilingüe (como tiene que ser, por supuesto) y hay que terminar preguntando cómo llegar a la calle si no quieres tomar transporte público ni ir al parking.
El abrazo de mi hermano me suaviza. «¿Qué tal el viaje?» «Bastante bien, hemos salido puntuales».