Postal (tardía) desde Roma

Las notificaciones de Google Photos me despiertan dos sentimientos opuestos. Por una parte, claro, es bonito regresar a algunos momentos. Por otra, no sé hasta qué punto es constructivo este continuo recordatorio de lo breve que es el tiempo, este sorprenderse a una misma con frases que hace no mucho me resultaban ridículas en boca de mis mayores. «¿Siete años?! Pero si esto fue antes de ayer». Hoy me ha recordado que hace dos estaba en Roma. Era la segunda vez que la visitaba. Había ido de adolescente con el colegio: fue una semana divertida, nos sacamos muchas fotos y seguramente nos hubiera importado poco estar allí o en Albacete. De ese primer contacto, recordaba el tráfico y la permanente (y desaprovechada) sensación de estar en un museo. En el viaje de hace dos años caminamos y vimos mucho. Cometimos el error, quizá, de querer ver todos los imprescindibles. J., que ama como nadie Italia, me había pasado una breve guía escrita por él. También E., que vivió allí tres años, me había enviado un email detallándome recomendaciones y consejos. Pintaba todo tan apetecible, que no quisimos marginar nada. Y no es que no lo disfrutáramos, al contrario: fueron unos días amenos e inspiradores. Si el 2020 estuviera siendo un año normal, hubiese vuelto en mayo: una buena amiga se casaba allí. Tenía —tengo— especiales ganas de volver para dejarme llevar por las callejuelas y descubrir rincones sin la autoimpuesta meta de llegar a ver todo.

Volví de Roma con la sensación de necesitar unos días para asimilar tal empacho. Me gustó todo y podría pararme ahora en cada iglesia, plaza, cada jardín, cada bar, restaurante o, prácticamente, en cada calle. Es una ciudad tan intensa y mística que intuyo que gran parte de su encanto reside en esa atmósfera singular.

Sin consultar el diario, me asaltan primero la memoria los Museos Vaticanos, la plaza de San Pedro casi al amanecer, un cuadro de Caravaggio, la bóveda de la chiesa di Sant’ Ignazio, los mosaicos de Santa Maria en Trastevere y una pizzería.

La verdad es que entramos en San Luis de los franceses sin demasiadas ganas; era mediodía y el hambre empezaba a apretar. No habíamos leído acerca de esa iglesia, así que me pilló de sorpresa encontrarme con la Vocación de san Mateo, uno de mis cuadros favoritos. Es una pena que esté en la pared lateral de una capilla enrejada porque dificulta la contemplación. De cualquier forma, es una obra hermosa y la composición, la luz y las expresiones transmiten muy bien el pasaje evangélico, tan conmovedor.

Cosa extraña porque odio las multitudes, los Museos Vaticanos me fascinaron. Como es imposible abarcarlo todo en una mañana, fuimos paseándolos y nos paramos únicamente en lo que nos llamaba la atención, sin considerar si era “importante” o no. Curiosamente, La escuela de Atenas me cautivó, aunque nunca había sido un cuadro que me llamara demasiado la atención. Me pasó lo contrario —me da apuro reconocerlo— con la Capilla Sixtina. Es posible que las circunstancias no ayudaran: llegamos tras un par de horas por los museos, estaba atestada de gente, los guardias no paraban de repetir “silence, please” y “no photos” y tenía un ambiente de cualquier cosa menos de capilla. Es posible que las altas expectativas jugaran también en contra. No hay duda de la genialidad, pero apenas pude disfrutarla.

La austera fachada de la Chiesa di Sant’ Ignazio contrasta con un interior tan recargado. Muy grande y majestuosa. El fresco de la bóveda es encandilador. Se agradece que hayan colocado un espejo para poder admirarlo con más facilidad. Una se pasaría allí horas repasando cada detalle, asombrándose ante tal maravilla pictórica.

Santa Maria en Trastevere la visitamos de noche. Está en un barrio pintoresco, singular. La iglesia es una de las más antiguas de Roma y los mosaicos son dignos de ver. La iluminación necesaria por las horas hacía resaltar el dorado, creando un efecto precioso.

Un sacerdote amigo nuestro se había ofrecido a celebrar misa a primera hora en la Basílica de San Pedro, así que el sábado madrugamos y llegamos allí tempranísimo. Amanecía, la plaza estaba desierta. Recordaba de la última vez la impresión que me causó la belleza; esta vez me maravilló su imponencia. La grandeza. El cuidado con el que cada centímetro está trabajado. El abrazo que alcanza a todos. La misa tridentina en San Pedro celebrada por fr K. fue posiblemente la experiencia más plena del viaje. Recorrimos después la basílica, todavía vacía, subimos a la bóveda —espectacular— y contemplamos la ciudad desde lo alto del Vaticano. Valieron la pena los cientos de escalones que hay que subir por una escalera estrechísima: las vistas eran increíbles.

En una esquina de una de las callejuelas cerca de la piazza Navona hay una pizzería pequeñita y sencilla. Los camareros son rudos y, con tal de agilizar la espera, llenan sin reparo las mesas: así que igual te toca compartir con desconocidos. Éramos los únicos comensales no italianos, dato que ya suele ser buena señal. «En mi opinión, hacen las mejores pizzas de Roma» —había dicho J. Eran en verdad muy ricas y, además, el restaurante tenía el mismo encanto caótico que envuelve toda la ciudad.  

Roma es, en definitiva, una mezcla perfecta de desorden y belleza, de ruido y misticismo, de herencia artística y naturaleza; equilibrio que la convierte en un destino insaciable: siempre vamos a querer volver.

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