Hace algunos años vi un documental en la BBC sobre castillos británicos. Era un programa interesante y extenso. Entre los menos conocidos, me encapriché con el de Deal: tiene forma de flor. Como todavía no había ido y se terminaba este verano sin haber contemplado mar inglés, pareció un destino apropiado.
Deal es un pueblo costero en el condado de Kent, al sudeste de la isla. Kent es conocido desde tiempos de Enrique VIII como “el jardín de Inglaterra”, por su tierra fértil.
En Time Out contaban que se tardaba una hora y veinte desde St. Pancras (¡qué hermosa estación!). Ha resultado ser bastante más. Hemos dicho que viajar en tren es actividad grata. Tantas paradas y un transbordo han hecho el recorrido un poco pesado. Pasamos por Sandwich y me entero —al parecer soy la única que lo desconocía— que al bocadillo lo llaman así por el conde de esa localidad: los pedía para poder continuar jugando a las cartas mientras comía sin necesidad de usar cubierto. Hubiera sido una afortunada casualidad que estuviera cerca de York.
La estación está al lado de un Sainsbury’s enorme con su correspondiente parking. Enseguida se intuye, no obstante, el aroma del lugar: sin lujos y con mucho encanto. Como hemos madrugado, al llegar a la calle mayor estaban todavía abriendo las tiendas. La cafetería donde desayunamos resulta ser de enorme popularidad. Al salir, nos topamos con el bullicio propio de un sábado por la mañana. Bullicio que no es, en ningún caso, escandaloso. Por extraño que parezca a ojos de un español, en la web del distrito al que pertenece (Dover) viene especificado el dato ethnicity: 99.5% White (British). Sin hacer estudio, comprobamos que es cierto.
No puede decirse que la playa sea bonita. De hecho, el mar agitado tiene un color amarronado poco tentador. El día gris, el muelle y el viento que levanta unas olas imponentes, sin embargo, nos capta la atención durante un rato: sin ser una imagen bella, hay tal melancolía atrapada, que se convierte en una estampa fascinante. Después de recorrer el paseo marítimo, volvemos al centro callejeando. Las casas, muchas georgianas bien conservadas, son bajitas y diferentes entre sí. Algunas más humildes que otras, de colores y materiales variados. Hay mucha armonía en cada calle. Las puertas y las ventanas son casi todas de cuento (pero bueno, creo que eso es cosa de todo el país).
Antes de comer, nos da tiempo a asomarnos a la otra parte del paseo marítimo. Hay un par de hoteles no muy grandes en primera línea de playa, una heladería que parece congelada en 1970, tiendas locales, varios restaurantes, algunas barcas varadas y un quiosco de mariscos. Una mujer rubia y regordeta atiende el puesto. Delante de nosotros, unos niños escogen con la emoción propia de estar en una tienda de golosinas. Compramos una tarrina de berberechos y otra de whelks (un tipo de caracolas), que nos aliña con vinagre y pimienta. Los comemos paseando por el muelle. Hace muchísimo viento. Desde la punta, las casitas se ven especialmente pequeñas. Divisamos los acantilados blancos. The white cliffs of Dover / Tomorrow, just you wait and see / There’ll be love and laughter / And peace ever after.
No es sorpresa que P. acierte al escoger restaurante. Antes hemos visitado la tienda de vinos naturales que les pertenece; sepa uno o no del tema, las botellas expuestas consiguen que estas sean siempre tiendas bonitas. Nos sientan en una mesa del fondo. En la de al lado, una señora mayor enjoyada lee The Spectator y bebe a una velocidad llamativa: en veinte minutos, ha digerido un gin-tonic y dos copas de vino. Quizá en pedir sólo vea una excusa para entablar conversación con la camarera, actividad que parece entretenerla. Disfrutamos la comida, que es muy buena. El vino también, aunque ya no recuerde los detalles. Prometo poner más atención la próxima vez.
Después del café, nos dirigimos al castillo. Tiene, en efecto, forma de flor. ¡Es tan pequeño! Seguro que cuando servía para defenderse, la acción lo cargaba de vida. Hoy, con las banderas ondeando como único movimiento, no tiene demasiada emoción, ni guarda, por mucho que hayan colocado unos cañones, sombra de aquellos tiempos. Tampoco me ha importado esta pequeña decepción. La verdad es que ha sido un día amable y divertido. El pueblecito, delicioso en su sencillez. El mar —bravío—, inspirador.