Septiembre, como los lunes, siempre lo he recibido con ganas: se cierra un ciclo, se abren nuevos comienzos, un campo nuevo para sembrar. Octubre, como los martes, llega demasiado rápido, aún no ha dado tiempo a coger el ritmo que nos habíamos propuesto. Al escribir la fecha, vuelca el corazón al darme cuenta de que faltan dos palitos para terminar el año. La sorpresa y el examen acompasan los pensamientos sobre cómo he dejado pasar los días, las semanas, los meses y, ay, los años.
Pero es otoño. La estación de la poesía. Después de unos meses de sorprendente cielo azul y temperaturas altas, octubre ha llegado este año con descaro, con sus amaneceres tardíos y anocheceres tempranos, con un cielo encapotado que envuelve de gris la ciudad durante el día. Hay en este halo londinense una nostalgia mansa que trae recuerdos más dulces que amargos. Llueve y no nos importa, aunque ya hayamos tenido que guardar las gabardinas y sacado los abrigos. El olor de la lluvia intensifica las memorias infantiles que despiertan las hojas caídas del parque. La luz del atardecer hace brillar todavía más el incipiente dorado de los árboles. Nunca me gustaron las castañas, pero echo de menos que aquí no haya castañeras envueltas en un poncho de cuadros —la camisa li va petita, la faldilla li fa campana, les sabates li fan cloc-cloc…—; sobre todo, echo de menos el ambiente a hogar que se desprende de sus humildes paraditas.
Ya se han dejado de ver —qué pena— las cerezas y las fresas; las moras, los higos, las ciruelas, las peras… llenan con gracia las fruterías. Las mandarinas nos gustan porque, a pesar de quedarse impregnado durante horas en los dedos, su olor nos traslada a las tardes de colegio, a cuando nos chinchábamos entre hermanos haciendo saltar el ácido de la piel.
La calabaza me ha hecho pensar en el huerto de El Molino. A finales de julio, cuando me marché, la planta había conquistado un espacio enorme. Si no fuera por la maravilla de las hojas, parecería un monstruo de mil brazos. ¿Habrán salido ya? ¿Estarán grandes y naranjas? Sonrío al pensar que el C. adulto se encontrará con su yo niño, ese que soñaba con tener una casa en el campo y una calabaza que se saliera del camino tal y como aparecía en su cuento favorito.
En el otoño, como en una tarde de domingo, se cuela a menudo la melancolía que nos echa en cara la brevedad, la existencia caduca. Pero cuando clarea y el sol atraviesa las nubes al mediodía, el cielo es una explosión de belleza. Y la belleza, si no ha de hablarnos de eternidad, por lo menos nos hablará de esperanza.