Adelina

La iaia ha cumplido hoy noventa años. La fiesta que hace unos meses pensábamos organizar se ha traducido, claro, en un Zoom para acompañarla al soplar las velas. Se encierra cierta tristeza en las videollamadas grupales: nos resignamos, qué remedio, a esta caricatura de reunión, como si la imagen bastara para suplir el contacto. Pero bueno, ella estaba contenta y era lo importante. También nos hemos visto brevemente a la salida de la misa que había encargado en acción de gracias. Pocas veces se ha mostrado tan sentimentalmente emocionada como hoy. Es una mujer de hierro, más dada a la carcajada que a la emoción. Supongo que noventa años dan para definir claramente un carácter y en el vídeo donde salían amigas suyas variadas y familia cercana y extensa felicitándola, se han ido repitiendo los mismos rasgos: fe, optimismo, servicio, respeto.

La primera memoria que guardo con ella es en el lago de Puigcerdà tirando pan a los patos. Los días en la Cerdaña ocupan los recuerdos más dulces de mi infancia. En Alp pasé los veranos desde los tres meses hasta los quince años que han quedado encerrados en una burbuja acrisolada por el tiempo. Ahora me conformo con cerrar los ojos y evocar, en busca de paz, el olor a lluvia, la inefabilidad de la belleza desde el pico de una montaña, la maravilla del agua helada y cristalina de los ríos, el frío de la noche, el sol afanoso de mediodía, las tormentas enfurecidas que regalaban partidas de cartas al calor de la chimenea. Cuando éramos pequeños, los abuelos también veraneaban allí. Y tíos y primos. Fue una época dichosa. De la iaia, recuerdo bien los paseos a Estoll los días que había llovido: nos mantenía entretenidos recogiendo caracoles en bolsas. Sus tostadas con mantequilla y azúcar. Acompañarla a veces —sola para sentirme durante un ratito nieta única— a misa entre semana o a comprar pan, a la carnicería o a la farmacia.

Sé que cuando mis hermanos eran pequeños iban a comer a Badalona, a casa de los abuelos, los domingos. Por alguna razón (imagino que primero fue únicamente por la distancia —vivimos en Gerona—, y después, por costumbre) eso fue cambiando y recuerdo ir solo para ocasiones especiales. En tercero de carrera, quedé para tomar un café con C.M. y cuando nos despedíamos, me dijo que iba a comer a casa de su abuela. «¿Es su cumpleaños?» Me miró con sorpresa. Iba todas las semanas, una vez por lo menos, a comer con ella y no podía entender cómo viviendo más o menos cerca, yo visitaba tan poco a la mía. «Un día te faltará y te arrepentirás de no haberla aprovechado». Hablé con A. para preguntarle qué le parecía proponerle a la iaia que fuéramos una vez por semana a comer con ella y, de paso, nos veíamos nosotras. Inauguramos enseguida “los jueves de chicas”. A veces se unían M. o A., otras, había venido F. Nosotras dos no faltábamos. A menudo tocaba paella; aunque, sinceramente, todos los platos de las abuelas saben a gloria. Las tres guardamos recuerdos muy gratos de esas comidas juntas en las que saltábamos con naturalidad de anécdota a reflexión, de risas a consejos, de compartir aspiraciones a comentar la última película que nos había gustado.

Las celebraciones con la familia C. han sido siempre momentos cargados de risas: intuyo que es ventaja de familias numerosas que se camuflen un poco las épocas grises de uno, que los demás sostengan el ánimo del que anda más abajo. En las fotos de esos veranos en la montaña se desprende una alegría jovial, casi irreconocible en los rostros de hoy. Los años no han pasado en balde y no sé si se ha cumplido alguno de los proyectos que soñaban aquellas caras inocentes, no sé si todos han encontrado un sentido a las dificultades económicas, cánceres varios, divorcios, quiebras, años en paro, depresiones. Si sé, sin embargo, que la iaia A. ha vivido todo eso de cerca, con preocupación e implicación personal, y que no ha dejado ver un asomo de desánimo. Mi admiración se tiñe un poco de envidia por la calma ante las adversidades que la ha mantenido feliz, junto al buen humor y a esa fe recia, devota y racional que envuelve todo lo que hace, todo lo que dice. A Dios pido que no me olvide de su ejemplo. Y ojalá lo sigamos pasando, como dice ella, de pm un tiempecillo más.

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