Londres, ha sido un auténtico placer

Reviso esto desde el aeropuerto, aprovechando que he llegado como siempre con demasiada antelación. Voy sólo con la maleta de mano. El resto de mis cosas hace semanas que está en España. Será una tontería, pero una vez vino el transportista a recoger las cajas, sentí que eso era todo, que estaba más allá que aquí. Cuando tomé la decisión de regresar, sin embargo, ya empezó a cerrarse la etapa. Estaba en Londres, pero no ya para quedarme a largo plazo o para siempre, como antes, sino con fecha de retorno. Las cosas empiezan a verse de forma diferente cuando sabes que pronto van a dejar de estar al alcance. No quería marcharme sin volver a recorrer algunas de las zonas, muchas impregnadas de recuerdos concretos, aun con el riesgo de que esa despedida tan temprana tiñera demasiado pronto de nostalgia los días. No fue así. Esos paseos han acompasado dulcemente el cierre de un periodo maravilloso de mi vida.

A Inglaterra llegué un poco de casualidad. El plan inicial era estar tres meses para pulir el inglés. Idioma y país que nunca me habían interesado en absoluto. Quizá eso jugara a mi favor; había escaso margen para la decepción. Al poco de llegar a Windsor, decidí alargar la estancia hasta el final de curso. La atmósfera que envuelve con encanto ese lugar y el modo de hacer de los ingleses me capturaron sin dejar que quisiera irme. Recuerdo con mucha claridad el domingo que visité por primera vez la capital. Me enamoré. El Big Ben, el Támesis bajo Tower Bridge, Trafalgar Sq, el bullicioso Piccadilly. Al cabo de dos años, tomé la determinación de mudarme a Londres con la idea de echar raíces. Cuando faltaba una semana, escribía en el diario que me daba un poco de vértigo el salto. «Creo que también temo a las expectativas. Han sido dos años de amor platónico, endulzado con fines de semana de cuento. Londres, querido. Me gustas tanto ahora, así, que temo conocerte más y que se caiga el mito. Que solo fuera fachada, que no congeniemos tanto como hemos conectado». El miedo se disipó en el mismo momento en el que bajé del coche y cogí mis pertenencias: la seguridad de que iba a ser feliz se ha visto confirmada con el paso de los años. Me marcho hoy con el corazón rebosante de agradecimiento.

He pensado muchas veces que, de haberme ido a vivir a otra ciudad, seguramente esta me hubiera dado lo mismo que me ha dado Londres. Es probable que así fuera, que tenga más que ver con un periodo de la vida que con unas calles y unas gentes específicas. No lo sé. «Las cosas podían haber sucedido de cualquier otra manera y, sin embargo, sucedieron así». Sea como fuera, ha sido en Londres y no en otro sitio, donde he aprendido que tenemos todas las herramientas para ser felices y que, por lo tanto, tenemos el deber de serlo.

Una de las facetas más llamativas al llegar es la variedad de personas. Parece prácticamente imposible que pueda haber tantas. No sólo de razas, sino de estilos, de formas de vestir, de hablar, de actuar. La cantidad logra que al poco dejen de llamar la atención para convertirse en una masa de peculiaridad. Una, que llegó inocente y europeísta, va entendiendo que en el Brexit y en el deseo de fronteras más marcadas no hay racismo ni desprecio sino la necesidad de preservar una cultura que se va muriendo a fuerza de ceder bajo la careta de respeto y multiculturalismo. Douglas Murray lo explica mejor en su libro The Strange Death of Europe.

Tal vez a la mayoría le parezca que la arquitectura no puede jugar un papel tan importante a la hora de juzgar el lugar donde se vive. Lo cierto es que hay algo poderoso en tener la vista invadida con tanta belleza de forma casi continua. Es una llamada doble: a disfrutar de esa parcela de felicidad por una parte y, por otra, a exigirse por trabajar con la mayor perfección posible. La cantidad de calles bonitas es interminable. 

Londres es una ciudad de contrastes: hay una amplia mayoría que representa todo lo que la modernidad progresista clama ser, existe también una no pequeña parte de la población que se agarra con fuerza a la tradición —se desprende en la forma de vestir, de hablar, en los buenos modales casi extremos, en la apreciación del arte bonito, en saber mantener la conversación interesante y con interés para con los demás participantes.

Un poco con relación a ello, recuerdo que alguien me dijo en una ocasión que donde reina la herejía, quienes permanecen en la ortodoxia no andan con medias tintas. Y es verdad. Aquí, en contraste con Barcelona, las iglesias están normalmente abiertas, las misas se cuidan, los asistentes se comportan con la reverencia necesaria y los católicos se enorgullecen de serlo. He conocido un notable número de conversos mediante la vía intelectual que son un gran ejemplo de vida de fe. Mención especial al Oratorio de Brompton, sobre el que escribí en Centinela y que ha supuesto —su liturgia impoluta, la hermosura del lugar, los sacerdotes intachables, la formación siempre disponible, las amistades que surgieron alrededor de algún evento— una roca para mí durante este tiempo.

Se dice que se come mal; es una gran mentira. Si la cocina británica puede que no sea la más exquisita (no deja de haber, no obstante, platos que lo ponen en duda), la oferta de restaurantes de calidad de todas las cocinas del mundo es amplísima y muy divertida. Por otro lado, el aura que envuelve («la luz dulce, mate, vaga, dócil, flotante» de la que hablaba Pla) a los pubs es verdaderamente única. Se puede comer muy mal en Londres o se puede comer excelente, la elección es libre.

Los ingleses tienen fama de fríos, y son distantes al principio y cautos siempre, pero compensan esa inclinación con el no entrometerse jamás en la vida de nadie. Aquí puedes hacer lo que te plazca, no hay viejas del visillo ni corrillos que comenten tu forma de vestir, de relacionarte o de hacer. Tampoco los amigos se entrometen de más si no les abres la puerta para que lo hagan. Y esa libertad empuja de forma amable al crecimiento personal.

Es verdad que lo de planear para tomar un café con una amiga con tres semanas de antelación es un tanto absurdo, pero por norma general, la puntualidad y la organización hacen que las cosas fluyan mejor. Respetar el tiempo de los demás es una forma de respeto y en el respeto hay caridad y hay clase.

Claro que los ingleses y Londres tienen cosas criticables, seguramente muchas; sobre eso hay ya escrito y, por alguna razón, desde el comienzo decidí fijarme muy poco en ellas y no tengo intención de ponerme a ello ahora.

Decía más arriba que antes de marcharme, quise recorrer algunas de las zonas a modo de despedida y, sobre todo, para verlas con los ojos atentos del turista y no con los ojos despistados del lugareño. De esos paseos, saqué algunas fotos y tomé muchas notas. Después de un gran parón, retomo así el blog: escribiendo desde mi mirada sobre una ciudad cuanto menos fascinante. Y ahora lo dejo aquí para continuar la próxima semana.

 

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