Un año desde que dejé Londres. Un año que ha pasado parece que en un mes y al tiempo en una eternidad. Vivir en Salamanca ha supuesto un proceso de adaptación que no existió al mudarme a Inglaterra. Es raro porque uno no imagina que vaya a sentirse extranjero en su propia patria. Pero las cosas nunca son como uno imagina. Vivir en provincias es una bendición que seguramente hace un lustro me hubiera parecido una condena. Los días pasan encerrados en una dulce monotonía. No está la National Gallery a la que ir a pasar una tarde en la que necesitas nutrirte de arte. No hay parques por los que perderse ni barrios a escoger según el humor -bohemios, señoriales, alternativos. La gente con la que te cruzas es en su enorme mayoría muy similar y todos parecen tener su rutina inalterable, sus amigos asentados, sus costumbres fijas. Leyendo Tomás Nevinson me sobrecogió cómo narraba precisamente su sensación en esa ciudad del noroeste. Lo describía Marías, lo sentía yo:

«Lo que a Centurión le daba instantánea envidia era esto: no formar parte del lugar en el que todos tenían su sitio, no haber nacido allí y no estar integrado allí naturalmente. Veía cómo las personas se saludaban, unas sin detenerse, con un gesto o inclinación de cabeza o un además de la mano enguantada, y otras parándose a cruzar un par de frases rápidas, todas recorridas por un aire de extraña y cotidiana euforia, la de encontrarse allí todas juntas sin apenas ninguna falta -una significativa representación de la comunidad-, como las demás mañanas del año a lo largo de muchos años; la euforia de la pertenencia acaso, simbolizada en la travesía simultánea del puente que unía las dos riberas, en la mera percepción de los que otros que iban en la dirección contraria, en la sensación de pisar suelo común y firme, justo encima de las aguas».
Cuando publiqué el adiós a Londres, planeaba sacar a continuación una serie de textos sobre mis zonas favoritas, a las que fui yendo a despedirme las semanas previas a mi marcha. No lo hice; volver a recorrer esas calles con detalle a través de la memoria se me hacía cuesta arriba. Es cierto que, como contaba entonces, aquellos paseos me llenaron de vida y no hubo en ellos asomo de nostalgia. Y, sin embargo, los recordatorios de Google Photos han sido pequeños pellizcos de añoranza. Entiéndaseme bien: estoy muy contenta con el cambio. La dicha no está reñida con el recuerdo de un tiempo pasado que fue gozoso. En ocasiones, conviven sin problema los dos procesos internos, el de acrisolar lo vivido y el de saborear lo nuevo. O, quizá, no es que convivan sin problema, sino que se necesitan recíprocamente.

Tomé con mucha seguridad la decisión de volver a España, que es el país más maravilloso del mundo y, sobre todo, es el mío. Y han sido doce meses que han servido para reforzar tal decisión. La riqueza en tantos ámbitos de esta nuestra nación es, debe ser, motivo de orgullo y motivo de alegría. Descubrir -redescubrir- poco a poco tantos brillos contrapesa la frustración que a veces despierta la inutilidad de los gobiernos y la constatación de estar en un sistema fallido, en el que el bienestar va quedando reservado a una minoría mientras nadie protesta y todos asentimos.

Hace un año que llegaba a Santiago y ponía a los pies del Apóstol los proyectos y las ilusiones, la nueva vida que estaba a punto de arrancar, con la fe de que el Patrón asiste a quienes acuden a él con confianza. Y, por supuesto, ha cumplido. Seguramente, la mayor gracia haya sido tener a mi hermano A. y a F. tan cerca, tan pendientes de que estuviera bien, y a las dos niñas; ver crecer a los sobrinos es un enorme privilegio. Un año en Salamanca que ha pasado tranquilo, casi sin darme cuenta, a pesar de tanto cambio. Un año que ha sido una bendición en todos los ámbitos y por el que sólo puedo dar gracias.