«Los ojos quisieran no olvidar estas dulces orillas, las viñas en las laderas, el arco del puente peregrino, ese corredor del que cuelgan a secar unas ristras de amarillo maíz» (A.Cunqueiro, 1989).
La idea inicial había sido empezar en Ponferrada; me habían hablado maravillas de Villafranca del Bierzo y del Cebreiro. Al final, por falta de tiempo tuvimos que hacerlo desde Triacastela, ya en Lugo.
Cuando te gusta escribir, el Camino de Santiago se te presenta como el escenario idílico para dar rienda suelta a la pluma. Me llevé, con ilusión, un cuaderno artesano de cubierta de piel que me habían regalado y que guardaba para darle un uso especial.
El contacto directo con la naturaleza, el cansancio, los tramos en solitario y la conversación con otros peregrinos tienen como consecuencia un bullicio continuo de reflexiones, sentimientos e ideas difícil de encontrar en otras circunstancias. Sin embargo, apenas apunté en cada etapa algunas anotaciones algo inconexas y, desde luego, muy poco profundas.
De adolescente sostenía la teoría de que los buenos libros había que leerlos —como mínimo— tres veces: la primera para saciar la curiosidad, la segunda para ahondar en forma y contenido y la tercera por puro placer. Intuyo que algo parecido ocurre con el Camino de Santiago. Aunque lo disfruté mucho, tuve la sensación de no haberlo aprovechado al máximo. Me parece, no obstante, como si le hubiera empezado a sacar partido a posteriori. A lo largo de los cuatro meses que han pasado desde que lo terminé, he ido asimilando, poco a poco, todo aquello que me asaltó durante esos días.
Todavía me sorprendo a veces digiriendo una conversación con aquel peregrino inglés, ya mayor, que venía andando desde Francia. Un hombre que desprendía ternura, paz y audacia al mismo tiempo. John vivía desde que se había jubilado en un barco atracado en Bélgica. Contaba, con pena pero sin perder la calma, que tenía un nieto al que no conocía porque hacía años que no se hablaba con su hijo. «Ces’t la vie. Sometimes you win and sometimes you don’t», sentenció.
En ocasiones recuerdo vivamente el cuadro de un paisaje o el interior acogedor de una de las iglesias románicas con las que nos topamos. Esa belleza que admiré me empuja ahora a elevar mi mirada en busca de algo más. Recupero también, a menudo, la certeza sobre la realidad del cuerpo humano que palpé ante el agotamiento: es tan vulnerable como poderoso.
He rescatado la experiencia, tal vez con más orden, al leer el capítulo “Por el camino de las peregrinaciones. De Piedrafita a Compostela” recogido en El pasajero en Galicia (1989), una recopilación de artículos de Álvaro Cunqueiro con el que me topé el otro día por casualidad.
Creo haber oído en alguna parte que la grandeza de Cunqueiro es de las que residen más en la forma que en el fondo. Yo no había leído antes nada de él y ha sido un placer conocerlo en este contexto. Don Álvaro recorre las etapas del Camino Francés desde Piedrafita. Lo hace en el otoño de 1962 montado en un Seat 600.
El Camino ha cambiado mucho desde entonces. Cunqueiro se lamenta varias veces en el libro de lo poco transitado que está y se queja de la falta de señalización. En el Cebreiro, por ejemplo, pregunta a una viejecita si ha visto a más viajeros y ella le responde que «Fai dous anos que pasou un…».
Nada más lejos de la realidad actual: llegar pronto al albergue para no quedarse sin alojamiento se ha convertido en uno de los objetivos diarios del peregrino. Tampoco la señalización es un problema. En ningún momento necesitas consultar el gps o un mapa. Basta con seguir el camino de baldosas amarillas. Flechas o conchas, en este caso.
Álvaro Cunqueiro usa la sintaxis sencilla y espontánea que se puede permitir quien tiene un dominio absoluto del lenguaje. No son textos demasiado pulidos y tienen cierta marca de oralidad, pero para nada podría decirse que son artículos vacuos. Al contrario, se trata de una prosa bastante culta. El léxico es muy rico, cargado de matices. Con la magia, además, de ir intercalando palabras y frases en gallego. No hay que olvidar que Cunqueiro es también poeta. Quizá por eso, su texto es tan sensorial y tiene tanto ritmo.
Presenta un relato personalista sobre algo que conoce y ama. Seguramente por este motivo resulta tan delicioso leerlo. Combina el retrato de Galicia —según va encontrándose con iglesias, paisajes y paisanos— con anécdotas personales y episodios históricos.
Como a Cunqueiro, Santiago de Compostela nos recibió con un gaitero y con lluvia. No dejó de llover, de llover a cántaros, en las horas que pasé allí (casi un día entero). Al principio me fastidió. Más tarde, entendí que era una bonita manera de recorrer el casco antiguo. Y si chove, que chova, que dicen allí. Pasadas por agua las calles compostelanas tienen, si cabe, todavía más encanto.
El Camino de Santiago hay que hacerlo por lo menos una vez. Aunque cuando llegas al centro de la Plaza del Obradoiro, donde termina, inevitablemente te dices que ha sabido a poco. Y al abrazar al Apóstol, le prometes que vas a volver.
Me gusta la idea de la variedad de registros, y el darnos pistas a los lectores: una u otra la podremos seguir.
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