Mudanza

Acabo de cerrar la última caja. Mientras lo hacía, pensaba en aquellos de mi edad que no han conocido otro hogar que aquel en el que nacieron. Pensaba en ellos con sorpresa y curiosidad, ahora que me enfrento a la décima mudanza de mi vida adulta. Está extendida la creencia -y yo no estoy libre de ella- de que todo está bien, de que todo depende, de que cada cual convive con eso que mayor provecho le hace. No sé que tan cierto sea. De lo que no hay duda es que, de cada circunstancia, se saca algo y cada vez se ve con más claridad aquello de que todo es para bien. El engorro de las cajas camufla el sabor agridulce del cambio de casa. Tras un año aquí y después de la gran limpia que hice al regresar a España, no es demasiado lo que me ha dado para acumular. Por poco que sea, no obstante, es un ejercicio de enfrentamiento a los recuerdos y un examen sobre si debo guardar o no. Lo primero ralentiza más que lo segundo. Ese libro te hace pensar en quien te lo regaló, en lo compartido. Ese cuadro de la Virgen, que ves a diario, al guardarlo es inevitable pensar en las veces que lo miraste con ojos llenos de súplica. Ese vestido que estrenaste en aquella cena tan divertida. Esos zapatos que te regaló generosa como siempre mamá. Esa carta que recibiste con la ilusión de una niña chica. Los cojines para los que ahorraste. Etcétera, etcétera. En cuanto al tener o no tener: ni Marie Kondo ni síndrome de Diógenes. La regla mejor es la de W. Morris: “have nothing in your houses that you do not know to be beautiful or believe to be useful”. No creo que quedarse únicamente con las cosas que usamos a diario sea la receta más exitosa. Es verdad que el corazón y la memoria son los lugares propicios para atesorar recuerdos. Sin embargo, es una tontería obviar que además de seres espirituales, somos seres corpóreos y que, por lo tanto, lo material no sólo cumple la función de lo meramente “útil”. A lo material le encargamos la responsabilidad de ayudarnos a avivar los sentimientos pasados, las sensaciones que rodearon los eventos importantes, las anécdotas. Y no hay norma que dicte qué nos vale a cada cual. Comentaba F. el otro día que para ella la ropa que ya no se pone o que heredó y nunca se ha puesto cumple ese papel: es como un álbum de su vida, de las personas que quiere. Y me pareció que tenía razón. Llegué a este piso con la ilusión intacta de los comienzos y, tal vez, con muchas historias expectantes en él. Me voy con cierto alivio, con ganas de otorgarle la oportunidad de la sorpresa y no tanto del plan al nuevo. Los A. y yo vamos a ser vecinos, con todas las cosas buenas que va a conllevar eso.

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